Europa en crisis. Entre el autoritarismo y la desintegración

UE

El proceso de construcción de la Unión Europea (UE), como organismo supranacional de articulación de un poder de escala continental ha sido históricamente un proceso complejo y contradictorio. El ambivalente desarrollo institucional de la UE ha resultado problemático desde la misma conformación del Mercado Común del Carbón y del Acero (CECA), en 1950, por los políticos franceses Robert Schumann y Jean Monnet. Ya entonces la contradicción inmanente entre la creación de una Europa superpotencia, unida y articulada, y la generación de un espacio para el libre desenvolvimiento de los intereses de los grandes capitalistas vinculados al comercio global, aun formalmente europeos,  fue visible para los más avezados  analistas, como el economista libertario Abrahám Guillén.

Mucho ha llovido desde entonces. Los Tratados de Maastricht, de Lisboa, los procesos armonización legislativa, pero también el Brexit, las tensiones entorno a la deuda y el euro y los conflictos respecto a las políticas de austeridad, han marcado el desarrollo del proyecto europeo, profundizando de manera radical esta contradicción original entre el proyecto de los grandes capitales y la Europa unida de los pueblos. Y ello en el seno de un mundo cada vez más multipolar, donde la competencia acrecentada entre los bloques económicos, en una espiral de globalización comercial y de ausencia de controles para los capitales, genera un escenario en el que sólo alcanzan a sobrevivir las grandes potencias. Estados-continente como China, Rusia o Estados Unidos, capaces de acumular capital y defender sus intereses a una escala imposible de alcanzar por las pequeñas naciones europeas, consideradas de forma aislada.

Así, en un mundo en el que está en crisis la forma Estado por la globalización económica y financiera que fuerza a los gobiernos a someterse a las exigencias de los mercados globales, sólo una estructura política lo bastante amplia, alcanzando la escala continental como mínimo, pero lo suficientemente integrada para desarrollar una política económica sólida e independiente, podría desarrollar la capacidad de obligar a los poderes económicos globales a asumir regulaciones y a aguantar limitaciones, y desplegar un proceso de desarrollo económico sostenible y socialmente equitativo para salvaguardar los intereses de la mayoría de la población europea, así como para iniciar el proceso de transición civilizatoria que ya se apunta en el horizonte.

Pero la Europa realmente existente, la UE de los mercaderes, está diseñada desde una perspectiva abiertamente neoliberal. Entendámonos, no se trata de que el neoliberalismo o la austeridad sean accidentes, políticas económicas coyunturales resultado del equilibrio político interno de los países principales de la Unión. La UE ha constitucionalizado su condición neoliberal. Forma parte de la estructura esencial, del corazón del propio pacto europeo. Así, por ejemplo, el artículo 63 del Tratado de Lisboa - antiguo artículo 56 del Tratado de Niza -afirma expresamente:

                “Quedan prohibidas todas las restricciones a los movimientos de capitales entre Estados miembros y entre Estados miembros y terceros países.”

Este redactado conduciría al estupor, si supiéramos leerlo bien. Porque lo que garantiza el artículo no es sólo que no va a haber freno al movimiento de capitales en el interior de la Unión - algo comprensible, si se está construyendo un gran gigante económico - sino también entre el interior y el exterior de la zona.  Al fin y al cabo, lo que se busca es evidente: la exposición de las políticas económicas nacionales al poder de los grandes flujos financieros globales, sin mediación o regulación alguna por parte de la UE, es la mejor garantía de que los estados europeos se mantendrán dentro de la ortodoxia económica y de la senda de la austeridad. Lo hemos visto en reciente crisis que llevó al rescate bancario español: el disciplinamiento de los países a la ortodoxia alemana ha sido operado por los movimientos globales de capitales que, operando sobre las primas de riesgo y los mercados financieros, han doblegado toda posible resistencia.

A todo ello hay que sumar el evidente déficit democrático de las instituciones europeas, en las que el poder principal sigue estando en manos de  la burocracia de Bruselas – ciudad en la que se encuentra el Parlamento Europeo -, íntimamente vinculada a los grandes lobbies, y en una Comisión cuyo control desde abajo es prácticamente inexistente.

Una burocracia omnipotente que, con la inestimable ayuda de los criterios de convergencia aprobados en Maastricht, opera una auténtica dictadura neoliberal sobre los estados miembros, sin desarrollar, al tiempo, una unión fiscal o una armonización efectiva en las materias sociales que pueda servir como contrapeso y elemento de integración frente a los grandes poderes financieros del Norte de Europa. La falta de un presupuesto común, de tasas compartidas, de la posibilidad de mutualizar las deudas, se da la mano con una política social que, no solo adolece de la inexistencia de elementos centrales para la armonización efectiva de las condiciones de vida “al alza” - la gran promesa de la construcción europea para las poblaciones del Sur o del Este - como una prestación de desempleo común, sino que, además, favorece con iniciativas como la aplicación jurisprudencial subrepticia de la Directiva retirada Bolkestein, el dumping laboral entre los Estados miembros.

La arquitectura del euro, a su vez, favoreciendo los intereses de los financieros del Norte, provoca las grandes quiebras que se  despliegan en el marco de las cumbres europeas y que han paralizado el proceso de avance de la Unión: la quiebra Norte-Sur, con un enfrentamiento claro entre quienes avanzar en la mutualización , el presupuesto común y la integración fiscal y social - los países del Sur - y quienes exigen cada vez más acusadas medidas de “responsabilidad“  - léase austeridad - a  cambio de todo proceso integrador - los países del Norte -; así como la quiebra abierta entre Alemania y sus más cercanos compinches y el llamado “Grupo de Visegrado” - principalmente países del Este con gobiernos populistas de derechas - a cuenta de la oleada de refugiados provocada por la política del caos de las grandes potencias en Oriente Medio.

Si a esto le unimos una acusada deriva autoritaria en muchos de los países de la Unión, como las naciones que han caído en manos del fascismo posmoderno, como Polonia o Hungría, o las tendencias abiertamente represivas de España, sumida en una crisis de régimen de incalculables consecuencias, nos enfrentamos a un escenario especialmente complicado para los movimientos populares, que además no han logrado alcanzar la escala europea para poder hacer frente a los poderes globales.

Hay que tener en cuenta, también, la brutal quiebra y proceso de derechización de la socialdemocracia europea, convertida, no ya en un partido de orden, que ya lo era antes, sino en un mamporrero de la derecha sin política propia. Eso explica las crecientes tendencias autoritarias, no ya de los Estados europeos, sino de la Unión misma, que se plantea introducir barreras a la libertad de expresión con la excusa de una rusofobia muy oportuna para las tendencias fascistizantes y oligárquicas de los grandes lobbies europeos.

Los movimientos populares, agarrados entre la pinza constituida por el liberalismo de las élites que dicen defender los derechos civiles y el populismo de derechas, que va filtrándose en toda la sociedad, que dice defender los derechos sociales, no son capaces de desplegar un pensamiento propio sobre Europa que conjure al mismo tiempo los fantasmas de la balcanización y del autoritarismo creciente de un centro plegado a los intereses neoliberales.

La construcción, desde abajo y con una perspectiva fuertemente confederalista, de una alternativa popular y de transición a un socialismo europeo libertario e integrado, parece la única solución pensable para una crisis de Europa que puede alcanzar proporciones catastróficas, en la forma de ruptura desordenada o de autoritarismo desbocado.

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