Fascismo: desentrañando el laberinto (I)

fascismo en américa latina
Domingo 18 de Noviembre de 2018

La historia del fascismo no está concluida porque el fascismo es una realidad en suspenso. Él fue destruido militarmente sin estar política e ideológicamente agotado.

Joao Bernardo, Laberintos del Fascismo 

Probablemente la palabra fascismo sea una de las más polisémicas del todo el vocabulario político del siglo XX, y lo que va del XXI ¿Cómo no iba a serlo cuando Benito Mussolini, a quien comúnmente se atribuye su fundación se refería en 1921 con las siguientes palabras a la ideología política de su creatura: “Nos permitimos el lujo de ser aristocráticos y demócratas; conservadores y progresistas; reaccionarios y revolucionarios; legalistas y antilegalistas, según las circunstancias de tiempo y de lugar, de ambiente, en una palabra de Historia, en las cuales estamos obligados a vivir y obrar”? O, para ponerlo en las palabras de Eduard Limónov, poeta y fundador del Partido Nacional Bolchevique ruso, engendro político que reivindica al mismo tiempo fascismo y bolchevismo: “Nuestra ideología es paradójica, combinando dentro de sí el conservadurismo y la revolución”.

¿Qué es, pues, el fascismo? Su entendimiento ha oscilado entre dos extremos: por una lado, en su acepción más estrecha, se circunscribe a la experiencia histórica de la Italia de Musolini (1922-45, aproximadamente) o, cuando más, a la dupla italo-germánica que también incluiría la Alemania de Hitler. Por el contrario, su definición más laxa haría referencia a cualquier actitud personal o grupal de corte autoritario, sin importar en qué época tenga lugar y la escala en que se desarrolle; desde esta perspectiva,  se suele hablar  de un padre (o madre), una escuela, un partido, un movimiento, o un político fascista; incluso, como sugirió el poeta y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini a mediados de los setenta, la propia sociedad de consumo, en tanto expresión de la “prepotencia del poder” que arrebata a las personas los sueños de transformación social y las sume en el egoísmo y la apatía, sería también una sociedad que realiza los valores del fascismo.

Entre ambos polos, existen no pocas aproximaciones que establecen diferentes límites conceptuales, enfatizando uno u otro aspecto del fenómeno. Así, por ejemplo, en su clásico estudio de inicio de los ochenta sobre el fascismo, el historiador estadounidense Stanley Payne (1982), identificó 12 corrientes teóricas que lo han caracterizado de múltiples formas.

Ante la complejidad de este panorama, lo menos que podríamos hacer es proceder con cierta cautela, y no pretender aferrarnos a un concepto extremadamente rígido que, a modo de cajón de sastre, nos limite acercarnos a las diferentes manifestaciones de un proceso que ha sabido reinventarse a sí mismo; aunque, por otro lado, también habría que evitar la tentación opuesta de apelar a esa categoría de forma indiscriminada. Tal vez lo más sensato sea intentar aproximarnos mediante la postulación de limites más o menos elásticos que nos permitan captar, al mismo tiempo, lo esencial y lo no esencial del fenómeno fascista; entendiendo que éste ha mutado a lo largo del tiempo, por lo que tal vez este justificado el empleo del término neofascismo que comenzó a usarse hacia finales de los 60s, para dar cuenta de la reaparición del fascismo bajo nuevos ropajes, con nuevas características, pero que en algo conservan la esencia de los fascismos “históricos” o “clásicos”.

En todo caso, lo que quisiera proponer es un abordaje a ese fenómeno complejo y contradictorio desde dos perspectivas diferentes, pero complementarias. La primera podría denominarse el punto de visa sociopolítico; la segunda, un perspectiva psicosocial

1. La aproximación sociopolítica. Desde este punto de vista, propongo pensar al  fascismo como un fenómeno propio del capitalismo contemporáneo, el cual se ha expresado históricamente en sus formas “clásicas” (Italia y Alemania, principalmente), pero que ha reaparecido, al menos como amenaza potencial, en diferentes momentos y lugares del mundo, desde que fue derrotado militarmente en 1945 hasta la actualidad. En su forma clásica (la Italiana), el fascismo comenzó siendo un movimiento de masas conformado principalmente por las capas medias de la población, pero apoyado financiera y logísticamente desde sus inicios por los sectores dominantes (terratenientes, gran burguesía…). En ambos casos, las dirigencias de los movimientos fascistas lograron hacerse con el poder político del aparato estatal, lo cual no sucedió en otros casos como en Francia, donde el fascismo fracasó en su intenteo de conquistar la esfera estatal. Es decir, tanto en Italia como en Alemania, el fascimo pasó de ser un movimiento, a construir una estatalidad fascista, que tuvo como uno de sus principales objetivos destruir con métodos violentos cualquier resquicio de organización o posibilidad de organización de la izquierda, principalmente la comunista. Como dice Enzo Traverso, uno de los estudiosos contemporáneos del tema: “el anticomunismo modela al fascismo desde el comienzo hasta el final de su trayectoria. Se trata de un anticomunismo militante, agresivo, radical, que confiere una carácter nuevo al nacionalismo y transofrma su ‘religión civil’ en guerra de cruzada contra el enemigo” (2012: 129). A riesgo de hipersimplificar, es posible sostener que el fascismo clásico fue la modalidad política que, alimentada por la crisis social resultante de la Primera Guerra Mundial, encontraron las clases dominantes para controlar o contener a las capas más politizadas de la izquierda europea, una vez que la derecha tradicional había fracasado en ese intento. En este sentido, como sugiere Traverso, este primer fascismo fue un fenómeno típicamente contrarrevolucionario. Además de eso, conjugó en diverso grado aspectos tan disímiles como el militarismo, la retórica nacionalista y racista, la expansión imperial, la lucha contra algunos valores del liberalismo, el antisemitismo, la homofobia, entre otros. No obstante, lo que podríamos llamar su núcleo duro fue la férrea voluntad de borrar del mapa a las organizaciones de izquierda, a sus medios de comunicación, a su cultura y, en última instancia, a su voluntad de lucha.

Derrotado en el plano militar en Italia y Alemania, el fascismo reapareció con con cierta recurrencia y nuevos ropajes en la Europa de la inmediata posguerra (caso griego) y algunas otras partes del mundo, América Latina incluída; nunca desapareció por completo del mapa político del orbe, resurgiendo aquí y allá, no siempre con todas y cada una de las características de sus variantes clásicas, pero sí concentrado sus energías en la eliminación violenta de las izquierdas, mediante la creación de grupos paramilitares y, en algunos casos, a través de los propios órganos represivos del Estado. En cualquier caso, sea en primer o segundo plano, de forma más “pura”, o entreverado con otras formas de autoritarismo, el fascismo, como potencia o como acto, siguió —y sigue— estando presente entre nosotros. No por nada, la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI vieron surgir una y otra vez movimientos que lo reivindican, abierta o subrepticiamente, a tal punto que desde hace ya varias décadas se comenzó a hablar de neo o post fascismo (incluso neonazismo) en diversas partes del mundo. ¿Poseen esos movimientos las mismas características? Seguranmente no, pero tal vez podríamos decir que todos ellos son diversas especies de un mismo género, que pertenecen a una gran familia política, profundamente autoritaria y obsesionada, en la mayoría de los casos, con ideas nacionalistas, xenófobas, anticomunistas que suelen ir acompañadas, como diría Rita Segato, de un “mandato de masculinidad” y una “pedagogía de la crueldad” altamente violentos, los cuales se suelen exacerbar en periodos de crisis social, como el de la actual época neoliberal mundializada que no termina de ser superada. Estos últimos aspectos nos conectan con la segunda perspectiva que quiero discutir, la cual, a mi juicio da cuenta de una existencia más profunda y duradera que la hasta ahora comentada y, por tanto, más dificil de derrotar.

 

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