Un obrero cualquiera, como todxs

Hugo Noboa Irigoyen
Viernes 5 de Mayo de 2023

Mi abuelo era Hugo Noboa Irigoyen, un obrero linotipista, militante y dirigente sindical de la CTE, hace muchos años atrás. Era un hombre humilde, tremendo, generoso y erudito por cuenta propia -el deber con el sostén de la vida le permitió solo terminar la primaria-. Escribía artículos para los periódicos obreros, hacía banderas para las marchas, pegaba consignas en las paredes, montaba escuelas sindicales y soñaba con la revolución, con el mundo de lxs trabajadorxs, con la justicia y la verdadera libertad.

No lo conocí, murió mucho antes de que yo naciera, como mueren los obreros: enfermos, mutilados y pobres, olvidados por la sociedad que construyeron y por las organizaciones que sostuvieron, pero dignos, bien dignos. Con la frente en alto y el orgullo que solo nos pertenece a nosotrxs, la clase trabajadora.   

Me gusta pensar que nos hubiéramos gustado entre él y yo. Tendríamos tanto de que hablar. Pasaríamos discutiendo sobre qué hacer y cómo. Me hubiese gustado que me comparta su sabiduría, que me enseñe los caminos pacientes de la militancia sindical, y me cuente mil anécdotas de luchas, victorias y fracasos. También hubiese sido interesante ofuscarle la cabeza con nuestras nuevas formas y modos, con el arcoíris, el pañuelo verde y las personas animales. No se salvaba el abuelo del patriarcado. Era, como todxs, un hijo de su época, que significa también ser  hijo de la época de fuego del sindicalismo clasista, de la claridad ideológica y de la militancia inclaudicable.

Me siento cerca de mi abuelo, o mejor dicho me acerco a él y le prometo militancia inclaudicable. Me alegra infinitamente poder decirle a mi abuelo camarada, compañero Hugo, te llevo presente, la lucha continúa hasta la victoria. La vida hasta la vida.

Les presento primero un artículo escrito por él para un 1ro de mayo de 1952, y al final, una de nuestras conversaciones imaginarias:

 

1ro de Mayo

 

“Solo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por enemigo, preserva sin temblar, de los que la comprometen con sus errores”

José Martí

Bajo un cielo ennegrecido por el humo de las chimeneas, va desfilando por las calles un imponente cortejo fúnebre. Son 25.000 almas amigas que conducen a su última morada los féretros de los cuatro ahorcados de Chicago y del valiente muchacho que prefirió hacer estallar junto a su garganta una bomba de dinamita, antes que permitir que las manos repulsivas de los sayones hollaran su cuerpo. Estos cinco escogidos por la gloria pagaron con la vida su amor a la justicia y ganaron con su muerte la eterna subsistencia en las mentes y corazones de cientos de millones de hombres en todo el orbe.

Los nombres de estos soñadores de un mundo nuevo, donde hayan paz y un reparto social equitativo, sin esclavitud ni despotismo, eran Parsons, luchador férreamente combativo, propuesto para la presidencia de la República por los socialistas; Spies, romántico hombre de ideas avanzadas, pero un tanto indeciso en sus resoluciones; Fischer, infalible luchador por el imperio de la justicia; Engel, osado líder que denunció con vigor la tragedia de su pueblo; y Lingg, inmigrante europeo de apenas 22 años, que soñó con alcanzar, como muchos millares de seres venidos del Viejo Continente la pretendida libertad del Nuevo Mundo. Estos cinco adalides, que juntos marchaban al sepulcro, no mantuvieron precisamente unidad en sus luchas, habían profundas diferencias en sus formas de actuar, aunque se identificasen con el mismo objetivo: la desaparición de las corruptelas feudales y burguesas como sistema social y de gobierno.

Los mártires que iban en esas funerarias, eran parte de 300 presos recogidos en un solo día; se les había acusado, aunque nunca se comprobó, de ser autores o cómplices de la muerte de siete policías en un mitin de 50.000 trabajadores con sus mujeres e hijos, en el que se protestaba por el cobarde asesinato de seis obreros, cometido por los gendarmes, en circunstancias en que los trabajadores de una fábrica vigilaban el fiel cumplimiento de su recurso legal que es una huelga. La policía, en esta ocasión también, había creídose dueña de la patente de cegar vidas y no admitía que los obreros pudiesen protestar por ello. Con bestialidad irrumpió en la plaza Haymarket y haciendo vomitar fuego a sus revólveres, envistió a la multitud con seña criminal, profanando con plomo muchos cuerpos proletarios. Pero esta vez sucedió algo inesperado para aquellos que solo son capaces de razonar con las armas, pues las víctimas se produjeron en ambos bandos, y esto para los uniformados era inaudito, los muertos debieron haber puesto también, en esta ocasión, solo los obreros.

Luego del apresamiento masivo se montó la consabida comedia de un proceso con testigos perjuros y jueces prevaricadores. ¿La sentencia? La horca para los siete. Pero Schwab y Fielden fueron posteriormente perdonados; Lingg prefirió volar en mil pedazos, privándole al verdugo el placer de colgarle al cuello el nudo corredizo. Neebe, otro de los acusados, fue condenado a 15 años de penitenciaría. Parsons no fue reducido a prisión en la redada de la Policía, se presentó voluntariamente al tribunal y solicitó correr con la misma suerte que sus compañeros cautivos.

La expectación que despertó el cadalso en la ciudad solo puede compararse al entusiasmo que produce en los yanquis un partido de béisbol o un match de boxeo. La furia de un país entero se ensañó con los acusados. Solo tres voces se alzaron en su defensa, la del novelista Howells, del pensador Adler y de Train, un justo tildado de loco. Es que la República entera veía recelosa el creciente poderío del proletariado y decidió con este espectáculo sembrar el terror entre la gente de los tugurios que no tiene, según las castas dominantes burguesas, otro destino que el de podrirse en su miseria y alientar más y más las voraces ansias de los magnates ociosos para expandir sus colosales fortunas que les permiten sus vidas de orgías y desenfrenos.

Fue la desgarradora miseria de los hombres humildes la que encendió en los oprimidos de Chicago un ansia incontenible de remediarla, pues había obreros que para ganar 15 centavos diarios trabajaban 15 horas sin parar, sin mirar nunca el sol. El horario teóricamente establecido de 8 horas no se cumplía en los centros de trabajo. El dolor común agigantó las pasiones; superó las discrepancias de los Parsons y los Engel, de los Spies y los Lingg, de los Fielden, de los Fischer, borró las diferencias de razas y nacionalidades, características del país del “amo” dólar, aceleró las acciones y, como esos millares de hombres habían, desde ese entonces perdido la fe en la libertad que mezquinaban sus opresores, enarbolaron su amor a la justicia y salieron a las calles a protestar por tanta infamia del sistema que castiga al más laborioso con el hambre, al honesto defensor de los humildes con el garrote, a la desocupación y la cárcel, y a la mujer e hijos del proletario con la angustia, no de vivir, sino de morir en dosis de 24 horas cada día.

Esa fue en brevísimos rasgos la rebelión del 1ro de Mayo, que se realizó en Chicago, cuya fecha los americanos del norte prefirieran ignorar y hasta quisieran arrancarla del calendario. Pero los países de raigambre popular y los hombres que amamos la verdadera libertad, la recordamos siempre, como ejemplo del sacrificio de un puñado de hombres valientes que, inspirados en su amor a la equidad, murieron por el zarpazo de la injusticia.

Las “vacas sagradas” del Tío Sam quizás juzguen que es vergonzoso que a Chicago se la continúe identificando como a escenario de aquella gesta gloriosa y no como a la metrópoli del vicio y del crimen organizado.

Hugo Noboa Irigoyen, Quito 1952.

 

- Abu Hugo ¿Cómo te imaginas la sociedad de lxs trabajadorxs?

- Justa ¿Y tú?

- También.

 

Categoria