Nuestro Lenin

Lenin
Sábado 21 de Enero de 2023

“… naturalmente, tenía razón el guardia blanco de Rússkaya Mysl (creo que era S. F. Oldenburg) cuando, lo primero, en el juego de esas gentes contra la Rusia Soviética ponía sus esperanzas en la escisión de nuestro Partido y cuando, lo segundo, las esperanzas de que se fuera a producir esta escisión las cifraba en gravísimas discrepancias en el seno del Partido”.

“Opino que nuestro Partido está en su derecho de pedir a la clase obrera de 50 a 100 miembros del CC, y que puede recibirlos de ella sin hacerla poner demasiado en tensión sus fuerzas. Esta reforma aumentaría considerablemente la solidez de nuestro Partido y le facilitaría la lucha que sostiene, rodeado de Estados hostiles, lucha que, a mi modo de ver, puede y debe agudizarse mucho en los años próximos. Se me figura que, gracias a esta medida, la estabilidad de nuestro Partido se haría mil veces mayor”.

Lenin – Carta al XIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética

La forma más potente de seguir aprendiendo de nuestro camarada Lenin es entenderlo en toda su complejidad. Creo que Roque Dalton, el hermoso militante, camarada y poeta salvadoreño lo entendió como pocos. No por nada él hablaba de la voz, la luz, la esperanza y la paz de Lenin, pero también del odio, del puño y de la pólvora. Pocos como Vladimir Ilich supieron distinguir de forma tan certera cuándo era necesaria la paz y cuándo la pólvora, más allá de que los convulsionados tiempos que vivió lo arrastraron hacia caminos turbios y decisiones problemáticas. Dalton supo ver a Lenin en su integralidad, sin mistificaciones, sin la idolatría burguesa configurada en torno de su figura, embalsamamiento de por medio.

Lo primero es eso: saber que hemos tenido pocos camaradas con una sensibilidad y una inteligencia tan complejas que les permitieran relacionarse de una forma tan dinámica, intensa, salvaje incluso con la época en la que le tocó que vivir. Una revolución de las dimensiones que fue la Revolución de Octubre no se habría podido hacer sin alguien como Lenin. Eso hay que entenderlo, pero al mismo tiempo hay que comprender el gravísimo error que supuso convertirlo en una deidad. No creo que podamos responsabilizarlo por eso. Eso se lo debemos al camarada Stalin y al camarada Trotski. Con las vastas virtudes que debemos reconocerles a ambos y sin negar en modo alguno su compromiso férreo con la construcción del socialismo, los dos adolecían de una peligrosa tendencia hacia al personalismo, y el antagonismo entre ellos contaminó retroactivamente con este rasgo a la figura de Lenin.

No es gratuito que hasta hoy, incluso entre marxistas, las discusiones y narrativas se orienten hacia los “grandes personajes” y no hacia la comprensión de los procesos colectivos. Aun roto, enfermo y debilitado, Lenin fue consciente de este peligro:

“Yo creo que lo fundamental en el problema de la estabilidad, desde este punto de vista, son tales miembros del CC como Stalin y Trotsky. Las relaciones entre ellos, a mi modo de ver, encierran más de la mitad del peligro de esa escisión que se podría evitar, y a cuyo objeto debe servir entre otras cosas, según mi criterio, la ampliación del CC hasta 50 o hasta 100 miembros”.

Agua y sangre ha corrido bajo los puentes y todavía muchxs de nosotrxs, en un ejercicio desesperado por encontrar referentes de acero que nos preserven de la aterradora contingencia de lo real, nos negamos a reconocer el veneno idólatra que infectó a la URSS desde muy temprano. Pierdo la cuenta de cuántas veces he escuchado a compañerxs referenciar citas de Stalin atacando el culto que se gestaba alrededor de su personalidad. No diré categóricamente que las palabras del camarada fueran deshonestas, pero sí que sus acciones para revertir este culto fueron, cuando menos, débiles e inefectivas. Hay algo en la supuesta humildad de Stalin que la emparenta con la humildad cínica de Jorge Luis Borges: no es un detalle menor.

Más allá de esto, lo que en la práctica fue una canonización de Lenin nos arrancó la posibilidad de establecer una relación de pares con uno de nuestros compañeros más versátiles y sagaces, reconociendo su formidable claridad respecto a la condición cambiante y contradictoria de la realidad, respecto a la dialéctica marxista, así como sus falencias y limitaciones, en franca interlocución entre camaradas. En ese sentido, si algo le debemos a Lenin es recordarlo en primera instancia como un compañero de lucha y jamás como un dios, nunca como el cadáver embalsamado hacia el que los fieles peregrinan.

La ausencia de Lenin y la desaparición de la línea política que defendía, tanto como la reorientación posterior del proyecto soviético, marcaron la historia de maneras que apenas comenzamos a abarcar. No vamos a decir que la dirigencia de la URSS o el camarada Stalin no estuvieron a la altura de sus circunstancias. No les vamos quitar sus méritos ni su importancia, más aún al considerar la brutalidad de los acontecimientos que la Unión Soviética enfrentó en sus primeras décadas de vida. Tampoco diremos que fue un paraíso perdido. Su colapso no fue gratuito y los motivos yacían latentes desde su origen.

En este sentido, conviene volver sobre la carta de Lenin al XIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en la que Vladimir Ilich plantea una serie de recomendaciones que quizás, de haber sido escuchadas, de no haber caído en la vorágine de las luchas personalistas por el poder, quizás hubiesen potenciado una mayor longevidad, expansión y alcance de aquel proyecto revolucionario. Ahora bien, es claro que la afirmación de este último párrafo incurre en el terreno de la especulación optimista. Sin embargo, esto no hace menos importante el conocer por dónde transitaban los pensamientos de nuestro camarada en los últimos momentos de su vida.

Uno de los aportes principales de esta carta tiene que ver con la necesidad de incrementar las voces provenientes de clase trabajadora al interior del partido. Se trata de una asignatura pendiente hasta hoy, entendiendo las múltiples formas en las que lxs trabajadorxs nos hemos transformado y nuestra condición se ha complejizado -bastaría mencionar a manera de ejemplo el componente de las subalternidades en el análisis de clase-. “Sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario”, pero esa teoría debe surgir de una radical diversificación de perspectivas: los elementos nodales de nuestra lucha persisten, pero los escenarios y sus actores no dejan de cambiar. Como mínimo, es una ingenuidad asumir que lo tenemos todo claro.

Lenin creía que si algo podía alargar la vida de la revolución, más que cualquier otra cosa, era la inserción creciente de la clase trabajadora en la toma de decisiones. Así, tanto la teoría como la praxis revolucionaria vendrían de quien debía y debe ser su protagonista. La revolución la hace la clase trabajadora. Ese es nuestro Lenin, el que en sus últimas horas se manifestó contra los vicios burgueses e imperialistas que infectaban a sus camaradas -ver apartado de la Carta al XII Congreso respecto a las nacionalidades en la URSS-; el que nos llamó a mantenernos vigilantes ante las asimetrías de poder que surgen entre nuestras propias filas; el que nos recuerda hasta hoy que con frecuencia a los peores demonios los llevamos dentro.   

 

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