Hugo Chávez en “tierra santa"

29-07-2020 COMANDANTE ETERNO
Miércoles 29 de Julio de 2020

“Allí, en contacto con la realidad de la “República más democrática del mundo” -son sus palabras”, Bolívar terminó de forjar el temple de su espíritu revolucionario. Haití es, entonces, tierra santa para nosotros y nosotras”

(Hugo Chávez Frías, 17 de enero de 2010)

No es Hugo, el niño “arañero”, vitoreado por sus amigos en su Sabaneta natal. Ni tampoco el Comandante Chávez, restituido por su pueblo, insurrecto, resurrecto más bien, en el Palacio de Miraflores un 13 de abril del año 2002. No es Jean-Jacques Dessalines, general victorioso, coronado ante multitudes libres en la naciente Haití, fundando la primera nación libre de este lado del mundo, en la antigua ciudad del Cabo. Pero si yuxtaponemos esas imágenes, esos recuerdos como en una composición fotográfica, el cruce nos dará una aproximación bastante fidedigna. Como sucede con los ideogramas chinos, que al superponer dos o más conceptos generan uno nuevo, así podríamos hacer con esas capturas históricas que alumbran juntas los acontecimientos que vamos a relatar.

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Corre el 12 de marzo de 2007, y un Chávez exultante corre por las calles de Puerto Príncipe, capital de Haití, la verdadera Meca de todos los revolucionarios, aquella que haríamos bien en peregrinar año tras año. Haití, el hogar de nuestros padres y nuestras madres tutelares, los “ancestros” como los llaman aquí con aire grave, en esta tierra de altas montañas, que en sus poco más de 27 mil kilómetros cuadrados pareciera apretujar toda la masa montañosa de los Andes que, como un espinazo, estructuran la América. Entre el Aeropuerto Internacional y la Embajada de Venezuela la caravana se desliza a paso lento, tabicada por decenas de miles de personas. No debieran ser más que unos 10 o 15 minutos en un viaje normal, pero el recorrido dura casi una hora. La gente se apiña en las estrechas veredas de calles y bulevares como en una formación coral. Los escolares, impecables, lo miran todo con fascinación desde la puerta de los liceos. El entusiasmo popular desbarata los planes de periodistas, guardias de seguridad, políticos y diplomáticos. El amor espontáneo manda y organiza su propio bullicio, despliega su propia comparsa. No son solo gritos ininteligibles. No es la algarabía de un domingo cualquiera en los polvorientos potreros de Haití. Es un clamor unánime. Son las bases populares de las periferias que se zafan por un momento del peso del garrote de la ocupación militar. Partidarios del cura salesiano Aristide muchos de ellos, derrocado hace apenas siete años, quienes vuelven a tomar las calles en una esperada revancha.

Un periodista sostiene el micrófono ante la arenga para él seguramente incomprensible de un haitiano. Y aunque no lo entiende parece seducirlo el temple de su voz, la convicción exasperada de su alegato. Pelotones de jóvenes, mujeres y niños se relevan en la procesión, se asisten con agua, se organizan para nunca dejar sólo al natural timonel de América, que enfila y reendereza el barco americano a golpes de timón. Contrario a lo que uno podría imaginar, no se ven mil banderas, ni remeras, ni símbolos partidarios. Apenas una, una sola, enorme por cierto, la bandera nacional azul-granada.

La comitiva oficial comienza a arrastrar los pies, fatigada, pero el pueblo haitiano mantiene un ímpetu parejo. Chávez, entusiasmado por el entusiasmo generalizado, contraviniendo protocolos y esquemas de seguridad, pero fiel a la pasión de la muchedumbre, decide bajarse del vehículo en el que viaja. Arrastra incluso a su canciller Nicolás Maduro, y comienza a trotar entre el gentío. El periodista de la comitiva oficial, visiblemente atónico, se sonríe y dispara su cámara buscando lo imposible: capturar un buen plano individual entre esa masa compacta y eufórica. A la zaga, como continuación no oficiosa de la caravana, un grupo de niños persigue en bicicleta a ese rojo barrilete venido de lejos. Las madres arriman sus niños y niñas para que el profeta Chávez los toque, los bese, los guarde de todo mal, los proteja en estos tiempos aciagos. Vestido de camisa, el rejuvenecido arañero Chávez sostiene un paso firme y marca el ritmo de esta curiosa maratón carnavalesca. Cada tanto levanta su puño izquierdo. Profeta y multitud hablan dos idiomas distintos, pero no sabemos si por empatía o por qué extraña razón, gritan lo mismo.

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Desde el lujoso Hotel Caribe, en el distrito rico de Pétionville, los comandantes de la MINUSTAH y los jefes de la OEA miran torcido. Se trata del Estado Mayor de un ejército de depredadores sexuales y robadores de gallinas. Trazan planes, recelosos, mientras observan por el rabillo del ojo al zambo cebando a sus negros. Chávez realiza su portentosa gira caribeña y latinoamericana a marchas forzadas, como si de otra Campaña Admirable se tratase, integrando, hermanando, recreando viejas solidaridades. En medio de un pueblo que efervece, la solitaria Haití comienza a soñar de nuevo el sueño bolivariano. Chávez conjura a la MINUSTAH con su sola presencia, desafía las tesis en boga de la guerra civil y la violencia genética del pueblo haitiano, tira un poco de luz sobre una realidad tergiversada, rearticula al Caribe disperso y lo pone como una corona sobre la testa de América. Hermana a la isla con su archipiélago, al archipiélago con su masa continental, convoca a nuevos Congresos Anfictiónicos, desagravia al Haití que supo no ser invitado, completa y rectifica la magna obra de Simón Bolívar. Amplía, en suma, los alcances de la Alianza Bolivariana de las Américas y su política de iguales.

Mientras tanto, el innombrable presidente norteamericano todavía anda rengo de su derrota en la Cumbre de las Américas, o, debiéramos decir, la Cumbre de Nuestra América, felizmente sucedida y rebautizada en mi austral Mar del Plata. El diablo blanco (porque no son blancas las pieles, blancos son los rencores) va dejando su estela de azufre en su contra-campaña al sur del Río Bravo, conspirando, especulando, comprando voluntades y sobando el lomo de sus más variados lacayos. “Aba Bush, viv Chávez” (Abajo Bush, viva Chávez) sintetizan las muchedumbres haitianas. El vacilante presidente haitiano René Préval, un institucionalista sin instituciones, el “florentino del Caribe” según la risueña expresión de Ricardo Seitenfus, coquetea con el proyecto del ALBA, entre el carisma centrípeto de Fidel y Chávez, y la mera conveniencia práctica. Una alarma se enciende entonces en el Departamento de Estado norteamericano. Es preciso dar un golpe de mano preventivo, y evitar la pérdida definitiva del tercer vértice del triángulo imaginario de esa política estratégica para la cuenca del Caribe (Cuba, Venezuela, Haití). En una rápida escaramuza, Honduras, y de pronto también Haití, serán violentamente expulsados de la senda neo-bolivariana.

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Son las 17:30 en Venezuela, y también en Haití. Pero el sol, aunque en retirada, aún castiga la tierra, y se filtra entre la polvareda que levanta la caravana a su paso, ya remontando las cuestas del distrito mulato, próxima a su destino. Habrase visto jamás semejante algarabía en un pueblo que recibe a un mandatario extranjero. Habrase visto jamás este modo de abrazar a un prócer nacido en tierra ajena. Habrase visto amor mejor correspondido. Pero es que no hay nada ni ajeno ni lejano en este vínculo. Un antiguo pacto, un sagrado pacto, se reafirma entre estos dos pueblos. Un letrero en brazos de un joven traza el inequívoco itinerario histórico: Dessalines – Miranda. Se trata de dos de los precursores. Porque Francisco de Miranda fue el precursor de la gesta de Bolívar, pero Dessalines y la Revolución haitiana fueron los precursores de ambos. Aquí “el adelantado” Francisco de Miranda izó el tricolor grancolombino que pretendía cobijar en su paño a Nuestra América toda. Y aquí Jean-Jacques Dessalines arrancó el infausto blanco de la enseña francesa, dejando el bicolor fundante de la nueva nación que marcaría el camino.

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Un abrazo sin usura, una sonrisa sin fines electoreros (e incluso con costos electorales puertas adentro), un gesto desinteresado y tierno, militante y fraterno. Pero la oligarquía venezolana acusa a Chávez de desperdiciar el petróleo nacional en la iniciativa sin precedentes de compartirlo generosamente con sus hermanos caribeños. Han de suponer que lo haitianos se lo comen crudo, o que con él untan la carne de su apetito antropógafo, o que con él encienden las hogueras en donde queman a turistas desprevenidos. Pero nadie chillaba en los tiempos de la Cuarta República, cuando los barriles rodaban cuesta abajo, pagados a precios inverosímiles por los gigantes petroleros norteamericanos. El internacionalista primero, en Haití o donde sus pies pisen, multiplica las políticas de solidaridad, y lo hará en particular en la dura coyuntura del post-terremoto acontecido en enero del 2010. Rápidamente, Venezuela enviará a la isla vecina brigadas internacionales como la Simón Bolívar o la “Brigada 51”, y Chávez decidirá en cámara condonar inmediatamente la deuda contraída por Haití. Mientras tanto, los Estados Unidos se negarán a recibir vuelos con miles de damnificados bajo la pregunta insolidaria, inmoral, de quién pagaría su tratamiento médico. Visto hoy, en retrospectiva, es imposible no sentir la nostalgia de aquellos días, los más cálidos de nuestra primavera latinoamericana y caribeña.

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Dos diapasones. Así se refirió el cubano Roberto Fernández Retamar al diálogo establecido entre Fidel Castro y las muchedumbres populares agolpadas en la Plaza de la Revolución, en los tiempos vertiginosos y heroicos de la Segunda Declaración de La Habana. De un lado Fidel, el comandante, el intelectual, el estadista, el “caballo”, según la poética expresión de Juan Gelman. Del otro lado, los miméticos vencedores de la Sierra Maestra, los escurridizos combatientes de la clandestinidad habanera y santiaguera, los invictos defensores de los flancos decisivos de Playa Girón. Dos elementos dialogando en una vibración compartida, unánime, en las que líder y masa de condensan e interpretan mutuamente. Dos diapasones. Y como resultado, un tono claro, limpio, sin impurezas. La voz de un pueblo.

Dos diapasones. Eso mismo sentí cuando en marzo de 2011 tuve el privilegio histórico, con miles de compañeros y compañeras, de escuchar a Hugo Chávez Frías en mi propia ciudad, justo dos años antes de que se produjera lo que los venezolanos y venezolanas llaman, con orgullo y pesar entrelazados, su siembra. ¡Pero qué digo escuchar! Fueron tantas las dimensiones de lo humano involucradas en un acontecimiento que hizo las veces de acto cívico, clase magistral, testimonio histórico, foro público, actualización doctrinaria, recital de poesía y muestrario de música y danza popular nuestroamericana. Allí pudimos ver la calidez humana de un hombre tallado en su sólo bloque de carisma. De una esponja voraz que saltó del nacionalismo al latinoamericanismo, de allí al imperialismo, luego al socialismo, y llegó a intuir el anticolonialismo, el feminismo. Allí tuvimos la suerte de escuchar al más grande estratega, pedagogo y comunicador de este siglo nuestro que, sin premuras, ya acumula casi dos décadas de experiencias y enseñanzas no siempre bien asimiladas.

En estos tiempos en los que el imperialismo vuelve a mostrar sus garras de águila tras sus argumentos de paloma, la historia demanda a nuestra generación mayores certezas y responsabilidades. Para asumirlas con estatura, y hasta diría con cordura, haríamos bien en volver una y otra vez a Hugo Chávez y su legado. Documentos como el Golpe de Timón o el Plan de la Patria, sus cientos de discursos, o las didácticas emisiones de su programa Aló Presidente, deben ser atendidos, discutidos y sopesados. Contra quienes podrán acusarnos de una aproximación demasiado empática o emocional a la figura de Chávez, creemos firmemente que estos materiales constituyen una puesta a punto teórica y práctica insoslayable para hacer frente a las batallas revolucionarias de éste, nuestro siglo XXI latinoamericano. Época que no es la que quisiéramos, sino la que nos toca.

Cuando los mandamases mandan, los lacayos mueven sus peones, los libreprensadores tropiezan y los oportunistas vacilan; queda hecha la invitación  para para volver al estratega, al comunicador, al pedagogo, al compañero, al amigo. Y para volver a reconcentrarnos en un chavismo fundante, salvaje al decir de Reinaldo Iturriza, inmensamente creativo y radical. Patria grande, solidaridad internacional, bolivarianismo, anti-imperialismo, democracia protagónica, socialismo del siglo XXI, Estado comunal, multipolaridad, socialización del poder, propiedad social, autocrítica y rectificación, soberanía nacional, defensa integral, poder popular. Ésta es su herencia. Estas son las palabras que nos sigue dictando bajo el sol de Puerto Príncipe, entre los ventarrones de Mar del Plata, o en la propia Caracas, bajo la lluvia.

*Por Lautaro Rivara para La tinta / Foto de portada: A/N

 

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