El suprapoder del horror en Colombia

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Lunes 24 de Agosto de 2020

En la comprensión de las causas que desencadenan la violencia en Colombia, hay quienes erróneamente hacen lecturas bajo un análisis subjetivista de los agentes que la han ejercido, sin prestar atención a los conflictos sociales, políticos y económicos que originalmente la provocan. Tras la firma e incumplimiento de los Acuerdos de Paz, estas lecturas se tornan más complejas. La emergencia de múltiples actores armados difícilmente identificables y sin línea de mando visible, llamados por la institucionalidad bandas criminales o disidencias dispersas, fabrican la imagen ahistórica de un nuevo conflicto que desdibuja la responsabilidad estatal y las causas estructurales que lo han alimentado por años.

En este contexto, la violencia se presenta ante la sociedad como un paisaje cotidiano donde la vida carece de importancia. Desde los medios de comunicación hegemónicos, noticias como la de las masacres ocurridas en las últimas dos semanas en Cali (Valle), Samaniego (Nariño), Ricaurte (Nariño), Tumaco (Nariño), El Caracol (Arauca), y El Tambo (Cauca), que se suman a la preocupante lista de 40 masacres en lo corrido del 2020. Además, se contabiliza el asesinato de 1000 líderes sociales y 222 firmantes de paz desde el 2016. Estas vidas adquieren un valor residual, apenas un espectáculo o pauta mediática que será olvidada tras las lamentaciones publicas de la institucionalidad y los decorativos consejos de seguridad.

Se reproduce por la mass media una visión reducida de la complejidad de estos hechos, desconociendo que en ultima instancia se trata de una violencia focalizada e instrumentalizada:  

  1. Focalizada porque se presenta en zonas estratégicas para el narcotráfico y las economías extractivas donde el Estado de Derecho no es funcional. La sola presencia de Fuerzas Armadas o cuerpos de policía no son sinónimo de seguridad, por el contrario, en sospechada complicidad,  en variadas ocasiones los hechos han ocurrido a escasos metros de puestos de control militares o policiales. Por otra parte, las relaciones sociales en estos territorios se rigen por el poder acumulado en el dominio de grupos irregulares asociados a las mafias; mientras que en otras zonas - centrales y visibles- las instituciones estatales funcionan aparentemente bien, otorgándole al establecimiento un tinte vacuo de legitimidad generalizada.

 

  1. Instrumentalizada, ya que se trata de una crueldad que se ejerce en dos vías complementarias entre sí: por un lado normalizan el sufrimiento del otro creando una apatía frente al horror que trae como consigna - más allá del hecho violento- la impunidad de esas mafias intocables que gobiernan el caos. Al mismo tiempo, legitiman el discurso de la seguridad que en Colombia bien conocemos. Este es alimentado a partir del miedo que justifica cualquier acción de gobierno, como el irracional incremento del presupuesto para las Fuerzas Armadas, los ataques militares a personas protegidas por el DIH  o incluso, responsabilizar a Venezuela de todo lo ocurrido en Colombia, sin fundamento.

Esta lógica discursiva es aceptada gracias a ese ínfimo reconocimiento institucional, mientras que el supra poder mafioso del horror, que es el que realmente gobierna, ubica a la sociedad en la intersección de la apatía a la crueldad. Al mismo tiempo, el miedo que aprueba la misma crueldad, pasa a crear un circuito de violencia que parece no tener salida.

Frente a un Estado erigido en poderes mafiosos y narcotraficantes, que siembran en la sociedad la tolerancia al horror y minan de indolencia la humanidad como ocurre en los entrenamientos militares. Solo nos queda la defensa de la vida como punto común de partida y la construcción de espacios también comunes de resistencia, cuidado y utopía. 

 

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