La Revolución española: The making of (II)

rev esp ii
Jueves 18 de Julio de 2019

Julio de 1936. La Revolución ha estallado. Barcelona está en poder de los obreros. Los patronos fascistas han huido a la zona sublevada. Los republicanos burgueses catalanistas no se atreven aún a mostrarse demasiado en público, paralizados ante la potencia creativa y la capacidad para la violencia de las masas. El Partido Comunista aún no es nada en la Ciudad Condal, fuertemente dominada por las “patrullas de control” organizadas por los comités revolucionarios de los barrios obreros, nacidos de las redes territoriales del anarcosindicalismo y nutridos de jóvenes de las bases del sindicato mayoritario: la CNT.

Los obreros tienen el poder y empiezan a ejercerlo. Se abre una dinámica que generará el proceso de transformación social más profundo que ha visto la Península Ibérica en su historia. En términos de participación directa de las masas, quizás una de las revoluciones más radicales de la Historia global, pero también un proceso débil, sometido a grandes contradicciones, en gran medida desarticulado y espontáneo, que será finalmente derrotado antes, incluso, (y esto es importante) de la derrota de la República en la Guerra Civil.

La Revolución empieza por la colectivización de la industria: los patronos han huido, las fábricas son tomadas por los trabajadores. Los servicios, también. La CNT llevaba décadas anticipando este momento en su propaganda y en las ponencias de sus congresos. Pero no se había limitado a la declamación y al dibujo de programas utópicos. Había hecho mucho más: había “doblado” la estructura productiva con las formas de autoorganización obrera y había estudiado en detalle la organización del proceso productivo. El sindicato era, en la concepción traída del sindicalismo revolucionario francés, el futuro gestor de la economía sin patronos. Tenía que estar preparado para hacerlo. En los congresos confederales anteriores a la guerra, no sólo se reproducían las odas a la anarquía o al “mundo nuevo”, sino también los llamamientos, enormemente prosaicos, a que los sindicatos recopilasen toda la información económica, contable, tecnológica, posible sobre el proceso productivo en sus respectivos sectores. A que contactasen con los técnicos, para atraerlos al sindicato. A que estudiasen como sustituir al patrono en breve plazo, como gestionar las empresas.

Además, el proceso colectivizador se muestra terriblemente pragmático. Adopta una pluralidad de formas diversas en función de la situación previa de las empresas o de la actitud de los patronos ante la lucha social en curso. La colectivización es completa en ocasiones, en otras se recurre a formas de control obrero sobre la producción en firmas que siguen siendo formalmente propiedad privada de sus dueños. Esto ocurre, señaladamente, con las empresas extranjeras, como la ATT de Barcelona. Ante la tesitura de provocar un conflicto internacional con el capital norteamericano en el contexto de una guerra civil con ramificaciones globales, los sindicatos no expropian, pero establecen Comités obreros que controlan la práctica totalidad de la vida económica de las empresas y su posibilidad de repatriar los beneficios (lo que no impedirá que las transnacionales de  Estados Unidos, pese a su formal neutralidad, provean de combustible a un precio preferente al ejército fascista durante toda la guerra). La militancia de la CNT es, también, pragmática en la búsqueda de la unidad de clase: acepta la conformación de comités paritarios con la UGT (el sindicato socialista, muy minoritario en Cataluña) pese ostentar una amplia mayoría en muchas plantas, provocando que el proceso colectivizador sea sentido como propio, también, por gran parte de las bases de esta organización.

El proceso se extiende al campo. Es ampliamente mayoritario en Aragón, donde en la gran mayoría de los pueblos se establecen “colectividades”, comunidades agrarias de propiedad y gestión en común de la tierra y los servicios colectivos (incluyendo los culturales, sanitarios o educativos). La colectivización, en gran medida, es “voluntaria”. Se socializan las tierras de la mayoría de los grandes tenedores (que normalmente han huido a la zona fascista, y, por lo tanto, no se “oponen”) y se les adicionan los terrenos de los pequeños propietarios que quieren entrar en la colectividad, que son la mayoría. En casi todos los pueblos, se permite la existencia de campesinos “individualistas”, que se mantienen fuera de la colectividad y pueden seguir teniendo la propiedad privada de sus tierras siempre que no usen trabajo asalariado para trabajarlas.  Sin embargo, la presión para entrar en la colectividad, pese a no ser usualmente coercitiva o violenta, es también muy fuerte: los “individualistas” no pueden acceder a los servicios colectivos organizados por la colectividad (salud, educación, pero también, mecanismos de ayuda mutua en el trabajo básicos para la explotación de determinados cultivos en el contexto agrario).

El proceso colectivizador se va dotando, con el tiempo, de sus propios mecanismos de coordinación y de planificación a nivel territorial o de sector económico. La colectivización en la industria es legalizada por un Decreto de la Generalidad de Cataluña y empiezan a aparecer federaciones sectoriales de industrias colectivizadas y a realizarse encuentros y congresos para favorecer la coordinación de la actividad productiva. En Aragón, las colectividades agrarias crean estructuras comarcales, que permiten , por ejemplo, usar recursos, mano de obra y maquinaria que está parada en unos pueblos, en otros cercanos que la necesitan. Esto acaba cristalizando en la conformación del llamado Consejo de Aragón, organización comunitaria autogestionaria de toda la vida social y económica de la región, reconocida por el gobierno republicano, conformada por representantes de todas las fuerzas populares y dirigida por el anarcosindicalista Joaquín Ascaso. Un auténtico experimento de organización colectiva basada en la gestión y participación directa de los productores y, por tanto, alternativa al concepto burgués del Estado.

Esta trama autogestionaria de la vida productiva, que, recordemos, no abarca toda la vida económica, ni está totalmente centralizada o coordinada, dado que la propia dirección de la CNT decide no transitar el camino de su imposición al resto de las fuerzas políticas y, por tanto, permite el progresivo rearme de las capas burguesas republicanas, en gran medida reorganizadas por el Partido Comunista y su política de “ganar primero la guerra y dejar para después la revolución”; se muestra, también, fuertemente innovadora. Los colectivizadores modernizan la producción, dentro de lo posible en un contexto de guerra. Desarrollan avances tecnológicos, pero sobre todo organizativos, que elevan la productividad, incluso en las tremendas circunstancias que se viven. Se organizan bancos de semillas, cultivos experimentales, escuelas de técnicos, departamentos de investigación industrial. Se entrelaza el aparato productivo con la dinámica educativa (los jóvenes de las colectividades agrarias, por ejemplo, acceden a una enseñanza integral que implica, no sólo conocimientos teóricos a los que no podían acceder antes dado el subdesarrollo del sistema educativo español, sino también el conocimiento práctico de los cultivos locales, etc).

Y, además, esta trama autogestionaria se entrelaza y vivifica con el conjunto de las estructuras territoriales y culturales desarrolladas autónomamente por el proletariado antes y desde el 18 de julio y con las estructuras educativas y culturales estatales que, muchas veces, han sido puestas bajo el control de militantes anarcosindicalistas en el reparto de poder entre las fuerzas republicanas (como el barcelonés, Joan Puig Elías) y están ensayando nuevas funciones de educación popular. Es una época de efervescencia cultural y educativa para la clase obrera. Localidades que en las que nunca se ha desarrollado ninguna política cultural, más allá de la influencia de sectores reaccionarios de la Iglesia, ven aparecer ateneos, escuelas, muestras de cine, revistas, teatros…así como centros de salud, maternidades, centros de vacunación, muchas veces autogestionados directamente por los organismos obreros. El anarcosindicalismo intenta, incluso, implementar una política sistemática a largo plazo de formación de cuadros (véase la experiencia de la Escuela de Militantes de Monzón, narrada por Félix Carrasquer), algo que se había confiado siempre al ecosistema cultural general del movimiento, con su énfasis en el universalismo de los conocimientos y en el autodidactismo, pero que nunca se había llegado a planificar de una manera coherente.

Pero, además, el movimiento obrero, desde el primer momento, organiza la resistencia militar en el frente y la seguridad en la retaguardia. Será un ámbito pleno de conflictos entre las fuerzas republicanas y enormemente decisivo para el devenir futuro de la Revolución. El proceso de militarización de las milicias obreras es visto como imprescindible por muchos militantes obreros, como Cipriano Mera, ante la inadecuación técnica de la estructura miliciana para operar la guerra de posiciones y frentes fijos que, muy probablemente de manera errónea, se había aceptado tácitamente librar, en lugar de la guerra popular con frentes dinámicos y fuerte acción guerrillera, que propondría tiempo después Abraham Guillén al analizar la dimensión militar de la guerra civil. Otros sectores obreros se opondrán fuertemente, pero sin llegar nunca al enfrentamiento directo, por temor al hundimiento del frente. Otro tanto ocurre con el ejercicio de la seguridad ciudadana: tras los enfrentamientos de las patrullas de control con las fuerzas republicanas de mayo del 37, la policía vuelve a ser la policía del Estado y a patrullar las barriadas obreras. Al perder su dimensión armada, el contrapoder proletario empieza a ceder espacios en todas las demás dimensiones: las colectivizaciones empezarán a languidecer y a debilitarse ante una política económica estatal destinada a provocar la simple estatización o la vuelta de los patronos.

La experiencia se hunde con la caída de la República, pero estaba ya antes herida de muerte. Haría falta otro artículo (o unos cuantos, es un debate nunca cerrado) para apuntar los motivos de la derrota, indicaremos algunos telegráficamente, para no alargar demasiado el texto: la incapacidad de “ir a por el todo” cuando se tuvo todo el poder de facto en las manos, la aceptación tácita de una forma técnica de guerra en la que el ejército sublevado (profesional, más moderno y bien alimentado por las potencias fascistas) tenía todas las de ganar y el absoluto aislamiento internacional del experimento revolucionario, atacado por todos los actores burgueses, pero también por la rama mayoritaria del movimiento obrero global (el estalinismo). En las peores condiciones se hizo la mejor revolución, la más profunda, la más democrática, la expresión más directa de la autoorganización de los trabajadores. Es nuestra obligación aprender del camino recorrido, no para seguirlo maquinalmente, sino para abrir nuevas sendas que inauguren nuevos escenarios para la esperanza de los pueblos.

 

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