Un proyecto neoliberal que amenaza la vida de las mujeres

MUJERES

La historia del movimiento de mujeres en el Ecuador ha dejado lecciones importantes respecto de la posibilidad de articulación entre el feminismo y la lucha de clases. Si recordamos algunos de los hitos de la lucha sindical e indígena en nuestro país, no faltarán los rostros de mujeres articuladas a esos procesos. La participación femenina fue, en muchos casos, pieza fundamental de la organización obrera; sin embargo aquello no significó necesariamente la integración de las demandas específicas de las mujeres, derivadas de su condición de género, como parte de los programas de los partidos socialista y comunista; en algunos casos estas reivindicaciones fueron integradas como un asunto de segundo grado, siempre postergable a la “verdadera lucha”, la de clases, y en muchos otros ni siquiera fue considerado como parte de las agendas.

En este sentido, al revisar la historia del movimiento de mujeres en el Ecuador, vemos que en sus inicios éste no coincide con el desarrollo de lo que podríamos denominar movimiento feminista, al menos hasta la década de 1940 y, aún desde esa época, la relación entre la lucha de clases y el feminismo se ha mantenido como un asunto no resuelto. Evidencia de ello, por ejemplo, el hecho de que a pesar de la integración de varias demandas del movimiento de mujeres durante la década del correísmo, su posibilidad de radicalizarse fue prácticamente nula (recordemos el impasse frente a la propuesta de legalización del aborto en casos de violación, o la insostenida implementación del enfoque de género en el Plan de prevención de embarazo en adolescentes), por un lado, por la evidente falta de voluntad política de quienes integraban el poder ejecutivo y legislativo en ese momento, pero también por la evidente desarticulación de estas demandas con el conjunto de agendas de los movimientos sociales, ya de por sí bastante debilitados.

Ahora bien, una mirada amplia de las problemáticas estructurales que sostienen las desigualdades de género, evidencia que la posibilidad de concretar las demandas de la lucha feminista, en su vertiente más integral, implican un cuestionamiento a las bases materiales del patriarcado y el capitalismo. Desde siempre las mujeres han constituido un elemento fundamental en la disputa anticapitalista, y particularmente han destacado por su protagonismo en contextos de crisis socioeconómica; esto ha sido así porque “no” hace falta una justificación teórica, que les permita enunciarse feministas, para darse cuenta de que las mujeres somos las que asumimos siempre la peor parte de las crisis y sus salidas neoliberales, debido a uno de los puntos nodales de la opresión sobre las mujeres: la división sexual del trabajo productivo y reproductivo.

En contextos de crisis y de aplicación de medidas neoliberales, son las mujeres quienes al estar insertas en el mercado laboral mayormente en el sector informal, se ven más amenazadas de perder sus empleos, sus fuentes de ingresos y caer bajo la línea de pobreza; así mismo, los recortes a programas estatales en el neoliberalismo suelen implicar la reducción de servicios como: guarderías, comedores, escuelas públicas, servicios de salud, lo cual implica un retroceso en la socialización de las tareas de cuidado que en su mayoría vuelven a ser asumidos por  mujeres, continuando con la condena de sobreexplotación doméstica, y por otro lado, también es común que en estos contextos se reduzcan los programas de asistencia a víctimas de violencia, se destinen menos recursos a la formación de profesionales especializados, casas de acogida y programas de prevención.

El papel fundamental que las mujeres hemos sido asignadas a cumplir dentro del sistema capitalista, en el que, al igual que los hombres, también debemos vender nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir, pero además lo hacemos doblemente, dentro y fuera de los hogares, y casi siempre sin reconocimiento; hace que el cuestionamiento a un sistema creado para explotarnos hasta la última gota, no solo física, sino también afectiva, sexual y emocionalmente, se constituya como un referente de la lucha de las mujeres de sectores populares, que si bien no ha logrado concretarse en un movimiento orgánico y masivo, es latente a todo momento.

Sin embargo, es ese mismo reconocimiento el que le otorga a la forma revolucionaria feminista un rol fundamental en el establecimiento de un programa organizativo, que permita desentrañar el capitalismo como sistema, de manera estructural, confrontando uno de sus principales pilares: la división sexual del trabajo. De allí la necesidad de integración del feminismo en la construcción del poder para la clase trabajadora.

Retomando las lecciones históricas, evidenciamos que la incapacidad de la izquierda “pura y radical” para establecer un diálogo verdadero con el movimiento feminista, ha debilitado no sólo la posibilidad de avances en la equidad de género, también ha demostrado su ineficacia, para desmontar no digamos el capitalismo, al menos el evidente avance neoliberal. Sin embargo, en el contexto actual en el que la posibilidad de sostener ciertas demandas sociales, que comprometen seriamente el nivel de vida de las mujeres y su posibilidad de hacer frente a las violencias machistas, este reto ya no puede ser eludido. Para los movimientos de mujeres y feministas implica el reconocer que la construcción de la equidad de género y la posibilidad de establecer una vida libre de violencias no está desvinculada del proyecto macroeconómico, por el contrario, depende de la posibilidad de dar disputa en el corto y mediano plazo a la implementación del actual proyecto político – abiertamente neoliberal – en nuestro país, que si bien se puede mostrar "más abierto" a ceder espacios dentro de la estructura institucional e incluso apueste por la construcción de un marco normativo favorable, poco servirá mientras siga colocando a las mujeres como colchón de aguante de la precarización.

 

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