Manual para usar una Ciudad

GUAYAQUIL
Miércoles 13 de Febrero de 2019

“A la salida de la Universidad dos amigos me invitaron a una reunión, a ellos les avisaron que la organizaba una chica a la que aún nadie conocía. Cuando llegamos al lugar, ella empezó a explicar el motivo de la convocatoria.

Yo no podía aguantar la risa, era mi mujer. 

Yo  vivía arrimado en casa de mis suegros en el Batallón del Suburbio, un  compañero pagaba un cuarto con su familia de cinco en un edificio mixto con treinta personas por la Bahía y el otro ya llevaba el tercer desalojo por la Tanca Marengo con sus padres. Era el año de 1977, preparábamos la toma del Guasmo, éramos jóvenes, estudiábamos aquí, queríamos una vivienda y usar la ciudad.”

El día en que escuche esta historia pensé que Guayaquil debería tener un manual de uso, porque siempre ha sido un artefacto de cuidado, que necesita precauciones, algo así: "usted es solo un clandestino, para usar la ciudad lo primero que hay que saber es que no es nadie para nadie y que nada de lo que piense sobre su vida importa."

Si se trata de dotar una secuencia para hablar de esta ciudad, es indispensable tener en cuenta el modelo de desarrollo capitalista del Ecuador y la lucha por la tenencia de la tierra.  El cacao, el banano, el comercio en el puerto,  la convirtieron en objeto de deseo de cualquier poblador abandonado del campo, sin saber que siempre estuvo estrictamente diseñada para las elites, asegurando que jamás existan condiciones de supervivencia para ningún otro ser humano.

Este, como muchos otros laboratorios para el sometimiento,  no podía ser perfecto. El Guasmo fue una hacienda  tomada, plantó su propia cartografía frente a las balas de los traficantes de tierras, de la represión militar, de los paramilitares tarifados. Donde el agua era derramada por terroristas, así como la muerte. Luego, como todas las organizaciones de pobladores, fue moneda de cambio de dirigencias corrompidas, azotada por la pobreza y  víctima de todos los exterminios fraguados para seguir explotando. Esto junto a la intervención de  las ONGs y unos servicios básicos concedidos a cuenta gotas, precipitaron la extinción de la organización, de lo que pudo haber sido un frente popular; quizás por un trabajo político insuficiente o por que la sujeción a la causa obrera no lograba contestar a todas las necesidades de la gente y sobrevivir a todos los ataques. Este perecimiento no frenó el crecimiento de la población, solo que no volvió a suceder como contienda organizada, así fue como la necesidad de la vivienda perdió todo carácter comunitario y reivindicativo para siempre.

Cada vez que suceden las elecciones seccionales  aparece una legión de guayaquilologos que con buena voluntad se dejan la piel en analizar la ciudad, recurren a todo tipo de teorización y algunos recurren a la realidad. Piensan que puede existir una gran ciudadanía, sensible, a una municipalidad que ataca a los vendedores ambulantes. Levantan su bandera de defensa sin acercarse, tratando a los carameleros como relatos de vidas duras y lágrimas. Es por eso que ellos prefieren el palo a la lastima. Invocan una ciudad ecológica, como si existiera algún guayaquileño que a mitad del día, mientras sobrevive,  piensa en cuanta mierda hay en el salado. Se redoblan en una especie de inocencia sobre la evasión de impuestos de Jaime Nebot, aquel que figura dentro del 1% más rico del Ecuador, como si cada segundo que respiramos  no está  hecho para añorar fortunas; criticarlo solo reafirma ese espejo deformado. El reclamo más patético es aquel que apela a un enardecimiento sobre el prontuario como violador de derechos humanos del alcalde, como si quienes levantan la cruz gamada de los socialcristianos no saben que está completamente embarrada de sangre.

Hoy en plena campaña electoral  dieciséis de los candidatos apelan a un votante enfurecido ante la falta de servicios básicos, el caótico transporte, el espacio público y la gestión municipal. Como si con señalarlo ese hábito salvaje que genera vivir el caos y que imprime nuestras vidas puede desaparecer. Y, por otro lado tienen a Cynthia Viteri haciendo el ridículo. Sabemos que son los mismos que han robado nuestro trabajo y que toda nuestra hambre es por su opulencia. Tenemos muy claro que cuando dicen que vinieron a limpiar y ordenar la ciudad, es porque Guayaquil les sirvió como basurero para usarlo de lavadero.  Es imposible olvidarlo, porque la estatua del  genocida  Febres Cordero en el malecón nos lo recuerda.  Claro que “Guayaquil sigue”, nunca ha parado.

Si alguna vez estuvimos cerca de algo que remeciera el poder fue con la intervención del Estado y la obra de la Revolución Ciudadana. La creación de la Secretaria de Asentamientos Irregulares, la guerra a los traficantes de tierras, la construcción inédita de los hospitales, las sabatinas en el Guasmo y esa mañana en que el discurso de informe a la nación del Mashi Rafael iba dedicado a la muerte de 2 niños desaparecidos y arrastrados por la corriente en el Fortín, fueron la oportunidad para escribir el manual. No sucedió, quizás por prejuicio o por tiempo.

Guayaquil es un defecto de esos que se aman más que cualquier belleza. Una noche, mientras vivía lejos extrañaba tanto este lugar que soñé que me mataban en una esquina, en la calle Maracaibo a la salida de un mercado.  Un sueño, como el de que una tarde me inviten a una reunión para organizar algo y resulta que estamos todos los que intentamos usar esto, los que estaríamos dispuestos a lograrlo de la misma forma en que hemos sobrevivido, juntos, sin tutelas.

 

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