Cyberpunk sin punk: ya vivimos en una distopía

En los años 80, escritores como William Gibson y Bruce Sterling imaginaron futuros oscuros, hipertecnologizados y profundamente desiguales. Lo que entonces parecía ciencia ficción, hoy se revela como crónica anticipada del presente. El cyberpunk dejó de ser un subgénero de culto para transformarse en una lente precisa con la que entender el mundo actual.
“El futuro ya está acá, solo que mal distribuido”.
William Gibson.
En los años 80, escritores como William Gibson y Bruce Sterling imaginaron futuros oscuros, hipertecnologizados y profundamente desiguales. En esos relatos, los Estados se desdibujaban y las megacorporaciones ocupaban su lugar, gobernando territorios enteros con redes privadas de vigilancia, plataformas digitales y sistemas de puntuación ciudadana. Las ciudades, cubiertas de neón y humo digital, eran ruinas brillantes donde la vida humana se degradaba bajo la omnipresencia de la tecnología. La distopía ya no era el futuro: era el resultado lógico de un presente que eligió el control sobre la libertad, la eficiencia sobre la justicia
Lejos de la utopía de una conectividad global emancipadora, el siglo XXI trajo precarización laboral, vigilancia masiva y control algorítmico. Hoy, el poder no necesita tanques ni golpes de Estado: basta con dominar las plataformas, los datos y las narrativas. En lugar de ciudadanos, los usuarios son tratados como vasallos en una nueva Edad Media digital. Amazon, Google o Meta no son empresas: son feudos globales.
El economista Yanis Varoufakis llamó a este fenómeno “tecno-feudalismo”. Ya no hablamos de capitalismo tradicional, basado en la competencia y la producción, sino de una nueva estructura de renta digital. Las plataformas no venden productos: venden acceso, controlan flujos de información, extraen valor de la interacción humana. Lo que no pueden capturar, lo invisibilizan.
Este modelo ha hecho mella en el Sur global y, particularmente, en América Latina. Gobiernos cada vez más precarizados dependen de infraestructuras tecnológicas extranjeras para funcionar. Desde sistemas de salud hasta plataformas educativas, pasando por la administración pública, todo está tercerizado, condicionado y vigilado. Se habla poco de soberanía digital y, cuando se habla, suele ser tarde.
Las tecnologías de inteligencia artificial y vigilancia —como el reconocimiento facial o los sistemas predictivos de “riesgo social”— se prueban primero en los barrios pobres. No como herramientas de inclusión, sino como dispositivos de control y estigmatización. La tecnología no es neutral: reproduce las lógicas del poder que las programa.
En este escenario, el ascenso global de las nuevas derechas no es un accidente, sino una consecuencia. El discurso ultraderechista ofrece certezas emocionales en un mundo líquido, digital y alienante. Y lo hace usando las mismas herramientas que dice combatir: algoritmos, bots, redes sociales, inteligencia artificial. Es el brazo armado simbólico de una distopía que ya está en marcha. La ultraderecha digital es, en efecto, hija legítima del mundo cyberpunk.
No hace falta mirar demasiado lejos para verlo. En Argentina, Brasil, Chile o México, las derechas tecnopolíticas despliegan su poder con estética futurista, pero contenido reaccionario. El mensaje es claro: seguridad, orden, control. Frente a la crisis ecológica, el colapso económico y la disolución del tejido social, la respuesta es más vigilancia, más encierro, más individualismo.
Mientras tanto, las alternativas escasean. Como advertía Mark Fisher, el verdadero triunfo del capitalismo es hacer imposible imaginar otra cosa. El realismo capitalista se convirtió en realismo cyberpunk: un presente sin futuro. Ya no se sueña con mundos mejores, apenas se sobrevive a este, lleno de pantallas, ansiedad y soledad.
Y ese es, quizás, el punto más oscuro de todo este panorama: ya ni siquiera hay punk en el cyberpunk contemporáneo. Lo que, en los 80, tenía una dimensión crítica y rebelde, hoy, parece haberse diluido en apatía algorítmica, consumo disfrazado de conexión y una profunda sensación de que no hay salida. En los relatos originales, siempre había un antihéroe, un hacker, una resistencia subterránea. Aunque el sistema fuera asfixiante, había grietas. Hoy, en cambio, asistimos a una distopía sin rebeldes, una distopía interiorizada, donde el control no se impone por la fuerza, sino que se vuelve deseable. Nos vigilan, pero con notificaciones. Nos dominan, pero con interfaces amables.
Podríamos decir que estamos en la era del post-cyberpunk sin punk, donde lo subversivo fue absorbido por el mercado y la rebeldía se convirtió en estética de campaña de marketing. El sistema ya no teme al disenso: lo monetiza.
Y sin embargo, la política sigue siendo el único camino. No para destruir la tecnología, sino para democratizarla. No se trata de rechazar la inteligencia artificial o las redes, sino de descentralizar su control, cuestionar sus lógicas, disputar sus códigos. Recuperar lo humano en medio de lo posthumano.
Latinoamérica, con su historia de resistencia, puede ofrecer respuestas propias. Pero, para eso, debe repensar su lugar en la geopolítica del siglo XXI, construir soberanía digital real y evitar caer en la falsa dicotomía entre dependencia tecnológica o aislamiento.
El futuro ya llegó. Y no es un paraíso de progreso: es un espejo roto donde se reflejan nuestras decisiones. En muchos de los relatos post-cyberpunk, como los de J. G. Ballard, el horror no está en la tecnología, sino en la soledad. La verdadera distopía no son las máquinas, sino la pérdida de comunidad.
No hay que esperar a que llegue el futuro para temerle. Ya estamos dentro de él.
Publicado en La Tinta, por Gonzálo Fiori Viani