Ley económica para desarticular la economía criminal: consolidación del narco autoritarismo

Nobitabilleteado
Jueves 5 de Junio de 2025

En la superficie, el proyecto de ley del Gobierno para "desarticular la economía criminal" parece una respuesta mal preparada, porque no incluye políticas públicas con verdadera capacidad de golpear los mecanismos de la economía criminal. Sin embargo ¿qué tal si en realidad la ley está tan bien hecha que está cumpliendo con objetivos oscuros del propio narco asociado al poder político y económico? ¿Qué tal si, para enfrentar una crisis estructural, esta ley formaliza desde el poder una arquitectura legal autoritaria, punitiva y económicamente oportunista?

Hay una probabilidad muy clara: esta ley no representa una ruptura con la economía criminal, sino una adaptación del Estado a ella. No se trata solamente de un problema de corrupción o una aberración de la economía. Estamos frente a un cambio de las bases de la economía del país -y en ascenso en la región-.

En el contexto de una economía periférica, insertada en la economía global, dependiente de la entrada de divisas; el narcotráfico ha dejado de ser un actor marginal para convertirse en una forma de acumulación no formal que ha filtrado a la economía y a las instituciones del Estado. Ahora bien, este tipo de enriquecimiento ilícito ha devenido en una nueva fracción burguesa sin ideales ilustrados ni interés por la institucionalidad liberal, algo parecido a las oligarquías nacionales, pero su presencia solo puede contribuir a consolidar esas tendencias anti republicanas de nuestras élites sin proyecto. Hay que reconocer que el narcotráfico tiene influencia económica, territorial, mediática e incluso militar, lo que le permite disputar espacios de poder con las élites tradicionales e incluso fusionarse con ellas.

Empecemos por un análisis de las partes del proyecto. La ley habilita la incautación anticipada de bienes sin una sentencia judicial ejecutoriada (Art. 52–53), lo que representa una violación directa al principio de presunción de inocencia. Esta medida permite al Estado apropiarse de activos basándose en simples indicios, sin que exista una condena firme, convirtiendo al decomiso en una herramienta de rentabilidad institucional más que en una medida de justicia penal. Lejos de ser un acto excepcional, la incautación pasa a formar parte de un circuito de incentivos operativos: hasta el 30% del valor de lo incautado puede ser redistribuido entre las instituciones ejecutoras como bonificación por resultados (Art. 59–60), lo que transforma al aparato represivo del Estado en un actor interesado en el rendimiento económico de la persecución. Una aberración. Esta lógica que convierte al castigo en fuente de autofinanciamiento institucional, debilitando garantías judiciales y abriendo la puerta a excesos, perfilamientos o persecuciones arbitrarias.

En paralelo, la ley omite por completo cualquier reforma sustantiva a los circuitos financieros y legales que sostienen la economía criminal. No hay disposiciones que fortalezcan la supervisión de la UAFE, ni se exige el levantamiento del secreto bancario en casos de lavado, ni se obliga a registrar a los beneficiarios finales de empresas o fideicomisos. Se omite al Servicio de Rentas Internas y a la Superintendencia de Bancos, lo que revela una voluntad política clara: preservar intacto el corazón del crimen económico -el lavado de capitales y la evasión tributaria- mientras se ataca solo su manifestación más visible y territorial. En lugar de golpear la sofisticación empresarial del delito financiero, se legaliza una represión punitiva enfocada en los eslabones más débiles de la cadena delictiva.

Así mismo, la ley evita regular sectores económicos clave donde históricamente se recicla el dinero sucio. Actividades como la minería, la banca, la construcción,  el comercio exterior y el sector inmobiliario -todos ellos con alta incidencia en operaciones de lavado de activos- permanecen fuera del radar legislativo. Esta omisión no puede leerse como un error técnico: es un gesto político deliberado que protege a conglomerados económicos que funcionan como válvulas de blanqueo para el capital criminal, al tiempo que ofrece una fachada de lucha contra el narcotráfico.

Otro punto crítico es la creación de un fondo especial de carácter ejecutivo (Art. 55–58), que canaliza los recursos obtenidos de las incautaciones hacia proyectos de “reestructuración social”. Sin embargo, no se establecen mecanismos claros de control ciudadano, auditoría independiente ni criterios redistributivos obligatorios. Este diseño refuerza la discrecionalidad del Ejecutivo y de las Fuerzas Armadas sobre recursos públicos, posibilitando su uso con fines clientelares o políticos. La seguridad deviene así en un circuito cerrado de captura de excedente: se incauta, se gasta, se recompensa, todo bajo una lógica de excepcionalidad permanente. Como se puede ver, la ley formaliza el debilitamiento de las instituciones de control y justicia.

Finalmente, la ley sustituye la noción de justicia por la de velocidad punitiva. La respuesta del Estado se organiza en torno a la represión y la militarización, no a la prevención estructural. No hay inversiones dirigidas a salud, educación, empleo, ni políticas de inclusión. La criminalidad se reduce a un problema de cuerpos peligrosos que deben ser neutralizados, mas no a una economía política de la exclusión que requiere reparación, redistribución y derechos. Bajo esta lógica, la ley perpetúa la marginalidad como campo de intervención represiva, consolidando un modelo de Estado que no resuelve la violencia estructural, sino que la administra mediante excepciones legalizadas.

Por otra parte, el narcotráfico no siempre es una aberración del sistema o algo que nació por fuera de las lógicas de la economía, por el contrario: el mercado ilegal se ha convertido en válvula de escape para un excedente poblacional excluido por la economía formal, y en amortiguador para evitar que ese ejército industrial de reserva se transforme en sujeto político. En lugar de que los colectivos se organicen para transformar el sistema, una parte de esa población precarizada queda atrapada en circuitos de violencia, extracción y control social administrados por redes criminales que son -no hay que olvidarlo- funcionales al capital, que termina en el sistema financiero nacional e internacional.

La ley del Ejecutivo no toca este entramado. Por el contrario, lo refuerza al reducir la política criminal a una contabilidad de decomisos, mientras omite por completo a los actores estructurales: fideicomisos opacos, zonas francas, constructoras de blanqueo, fondos de inversión sospechosos, y grandes fortunas que eluden impuestos. No es casual que estas dimensiones estén ausentes. No representan una falla de técnica legislativa, sino una voluntad política de no perturbar los intereses que se benefician de esa economía mixta entre economía formal, ilegalidad, industrias extractivas y lavado. Tampoco es accidental que se silencie la necesidad de prevención social, inversión educativa, empleo juvenil o reparación comunitaria.

La marginalidad, que es el combustible humano del narcotráfico, no se combate, se gestiona con represión selectiva. En este modelo, la violencia es tratada como un “desorden” que debe ser contenido, no como el síntoma de un orden injusto que debe ser transformado.