Sin cultura hay fascismo

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Viernes 8 de Agosto de 2025

“No hay revolución sin teoría crítica, pero tampoco hay teoría crítica sin pueblo organizado” 

Manuel Agustín Aguirre

Bien se dice “el eufemismo no evita el fusilamiento”. Con la ya conocida estrategia de optimización, el Gobierno Nacional anunció la “fusión” del Ministerio de Cultura al Ministerio de Educación (además de deporte y SENESCYT). Medida que no puede entenderse meramente como un acto de austeridad administrativa ya que su trasfondo demuestra una lógica más profunda y estructural: una ofensiva ideológica del capital que detrás del eficientismo burocrático apunta al desmantelamiento de las condiciones materiales y simbólicas para la producción de pensamiento crítico.

El desmantelamiento del ente rector de cultura (a pesar de todas las críticas que se puedan realizar a la gestión que se ha realizado desde esta entidad en los últimos años), sumado a la soterrada pretensión de eliminar la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, constituye una operación para vaciar espacios y fondos para la articulación de gestores culturales y clausurar cualquier posibilidad de pensar desde el quehacer del arte y la cultura cualquier horizonte civilizatorio alternativo al neoliberalismo.

Walter Benjamin ya advertía que “no hay documento de cultura que no sea también un documento de barbarie”. Esta advertencia se torna especialmente vigente cuando el Estado, en nombre del progreso o de la eficiencia, decide suprimir las instituciones culturales que median la relación entre el pasado, el presente y el porvenir. La cultura, en su sentido más profundo, no es adorno ni suplemento: es un campo de disputa por el sentido de la historia.

En este sentido, la supresión del Ministerio de Cultura constituye una forma de iconoclasia institucional, una tentativa de borrar el espejo donde el pueblo reconoce sus luchas, su memoria y su porvenir. La alegoría del Ángel de la Historia que Benjamin propone sirve, efectivamente, para pensar como la promesa de un nuevo modelo de gestión de la cultura no es más que la evidencia del vaciamiento e instrumentalización alegórica que se pretende. Habrá que advertir que todo vacío siempre es llenado, en este caso por el mainstream, la cultura del espectáculo y la industria cultural.

Sabemos que la cultura no es neutra ni puede ser decorativa. Como planteaba Gramsci, la hegemonía se sostiene no solo en la coerción, sino en el consenso. La política cultural, entonces, no es un lujo: es el terreno donde se libran batallas decisivas por la dirección intelectual y moral de la sociedad. El capital sabe esto. Por eso no basta con precarizar la vida, también hay que desarticular la imaginación histórica de los pueblos.

En esa línea, Pasolini denunció lo que denominó un “genocidio cultural” perpetrado por la modernidad capitalista que, a diferencia del genocidio físico, el genocidio cultural no asesina cuerpos, sino que destruye lenguas, cosmovisiones, formas de vida, modos de estar en el mundo. Es un proceso más sutil pero igualmente letal, porque elimina la posibilidad de que una comunidad se piense desde sí misma.

En nuestro contexto, la ofensiva contra las instituciones culturales, educativas, y científicas, da cuenta del libreto libertario donde la libertad de expresión es ahogada con la destrucción de las condiciones; donde la censura opera desde el silenciamiento, el recorte presupuestario y el desmantelamiento de lo público. No en vano, la acción cumbre de la Ministra de Cultura fue anunciar 50 millones de inversión para un Museo Nacional acorde a la mirada del canon hegemónico donde el poder de los vencedores sea quien cuente la historia nacional a su imagen y semejanza. Por ello una acción de protección ha suspendido indefinidamente la renovación de la dirección de la CCE en la Sede Nacional y los núcleos provinciales -hasta que culmine el plazo legal para debatir una nueva reforma a la Ley de Cultura, que seguramente vendrá por la vía de iniciativa económica urgente-.

Atención especial merece la Casa de la Cultura Ecuatoriana que, fundada como institución autónoma en 1944, nace con una misión clara: ser el lugar desde donde el pueblo ecuatoriano pudiera pensarse, narrarse y proyectarse. Es cierto que, pasados los años, es pertinente y necesaria una reflexión crítica sobre su historia y su proyección. Sin embargo, dicho elemento no debe alejarnos de un punto innegociable: su autonomía. Puesto que no se trata solo de una casa para artistas: debe ser un bastión del pensamiento nacional-popular y por ello la pretensión del actual gobierno de someterla al control ministerial y político tiene como fin acallar esa función histórica.

No se trata de luchas institucionalistas ni defensas abstractas. Lo que hoy está en juego es la funcionalización de la CCE como herramienta del poder de turno con una visión claramente despolitizada y dócil al capital transnacional.

Por ello es imprescindible recordar lo que decía Manuel Agustín Aguirre: “No hay revolución sin teoría crítica, pero tampoco hay teoría crítica sin pueblo organizado” ya que en medio de este ataque a la cultura también debemos hacer frente dos grandes peligros: los elitismos ilustrados academicistas aislados de la lucha social que cumplen un rol de expectantes comentadores de la realidad y los activismos culturales aislados de la realidad política y económica del sector y del país que replican la lógica del enemigo y que sueñan en las industrias culturales. La defensa de la cultura como derecho del pueblo exige, por tanto, una praxis que una organización popular con producción teórica emancipadora. Es decir, una nueva política cultural desde abajo.

La ofensiva neoliberal es clara. No en vano, en las movilizaciones contra el decreto 60, circuló la frase: “Sin cultura hay fascismo”. Y ante el enemigo no basta con resistir; es preciso rearticular fuerzas en torno a un programa. El sector cultural debe tomar postura como parte del proyecto histórico de los pueblos del Ecuador y eso implica ampliar profundamente de forma y fondo un accionar democrática y unitario capaz de formar una red de pensamiento crítico y hacer de lo estético un ámbito de politización y disputa del sentido. La crítica marxista de la cultura debe servir aquí como brújula para desenmascarar los mecanismos ideológicos del poder y construir nuevos lenguajes para la emancipación.

Hoy, la tarea no es defender instituciones ni por costumbre ni por nostalgia. Defender la autonomía de la CCE o la existencia de políticas públicas con instituciones capaces de ejecutarlas es marcar posición frente a un esquema privatizador, extractivista y hegemónico.

Atentar contras las culturas forma parte de una ofensiva más amplia del capital contra la imaginación histórica de los pueblos. Frente a esto, la filosofía crítica, el arte popular, la memoria colectiva y la organización deben articularse en una nueva política cultural de resistencia y creación. Ya no es tiempo de sostener discursos temerosos ante la política ni la organización. Al igual que toda la sociedad, el sector de la cultura enfrenta una división de clase y si no somos capaces de comprender y posicionarnos ante ello, tan solo seremos cómplices de empresarios y emprendedores de la cultura que han sido la cara amena de un régimen de claro signo fascista.

Bien recordaba Benjamin: ante la estetización fascista, solo podemos responder con politización.

 

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